No
hay duda que entre el pensar y el sentir existe una gran diferencia, esto es
incontrovertible.
Existe
una gran frialdad entre las gentes, es el frío de lo que no tiene importancia,
de lo superficial.
Creen
las multitudes que importante es lo que no es importante, suponen que la última
moda, o el coche último modelo, o la cuestión esta del salario fundamental es
lo único serio.
Llaman
serio la crónica del día, la aventura amorosa, la vida sedentaria, la copa de
licor, la carrera de caballos, la carrera de automóviles, la corrida de toros,
el chismorreo, la calumnia, etc.
Obviamente,
cuando el hombre del día o la mujer del salón de belleza escuchan algo sobre
esoterismo, como quiera que esto no está en sus planes, ni en sus tertulias, ni
en sus placeres sexuales, responden con un no sé qué de frialdad espantosa, o
sencillamente retuercen la boca, levantan los hombros, y se retiran con
indiferencia.
Esa
apatía psicológica, esa frialdad que espanta, tiene dos basamentos; primero la
ignorancia más tremenda, segundo la ausencia más absoluta de inquietudes
espirituales.
Falta
un contacto, un choque eléctrico, nadie lo dio en la tienda, tampoco entre lo
que se creía serio, ni mucho menos en los placeres de la cama.
Si
alguien fuera capaz de darle al frío imbécil o a la superficial mujercita el
toque eléctrico del momento, el chispazo del corazón, alguna reminiscencia
extraña, un no sé qué demasiado íntimo, tal vez entonces todo sería distinto.
Mas
algo desplaza a la vocecilla secreta, a la primera corazonada, al anhelo
íntimo; posiblemente una tontería, el hermoso sombrero de alguna vitrina o
aparador, el dulce exquisito de un restaurante, el encuentro de un amigo que
más tarde no tiene para nosotros ninguna importancia, etc.
Tonterías,
necedades que no siendo transcendentales, sí tienen fuerza en un instante dado
como para apagar la primera inquietud espiritual, el íntimo anhelo, la
insignificante chispa de luz, la corazonada que sin saber por qué nos inquietó
por un momento.
Si
esos que hoy son cadáveres vivientes, fríos noctámbulos del club o
sencillamente vendedores de paraguas en el almacén de la calle real, no
hubieran sofocado la primera inquietud íntima, serían en este momento
luminarias del espíritu, adeptos de la luz, hombres auténticos en el sentido
más completo de la palabra.
El
chispazo, la corazonada, un suspiro misterioso, un no sé qué, fue sentido
alguna vez por el carnicero de la esquina, por el engrasador de calzado o por
el doctor de primera magnitud, mas todo fue en vano, las necedades de la
personalidad siempre apagan el primer chispazo de la luz; después prosigue el
frío de la más espantosa indiferencia.
Incuestionablemente
a las gentes se las traga la luna tarde o temprano; esta verdad resulta
incontrovertible.
No
hay nadie que en la vida no haya sentido alguna vez una corazonada, una extraña
inquietud, desgraciadamente cualquier cosa de la personalidad, por tonta que
esta sea, es suficiente como para reducir a polvareda cósmica eso que en el
silencio de la noche nos conmovió por un momento.
La
luna gana siempre estas batallas, ella se alimenta, se nutre precisamente con
nuestras propias debilidades.
La
luna es terriblemente mecanicista; el humanoide lunar, desprovisto por completo
de toda inquietud solar, es incoherente y se mueve en el mundo de sus sueños.
Si
alguien hiciera lo que nadie hace, esto es, avivar la íntima inquietud surgida
tal vez en el misterio de alguna noche, no hay duda de que a la larga se
asimilaría la inteligencia solar y se convertiría por tal motivo en hombre
solar.
Eso
es, precisamente, lo que el Sol quiere, pero a estas sombras lunares tan frías,
apáticas e indiferentes, siempre se las traga la Luna; después viene la
igualación de la muerte.
La
muerte iguala todo. Cualquier cadáver viviente desprovisto de inquietudes
solares, degenera terriblemente en forma progresiva hasta que la Luna lo
devora.
El
Sol quiere crear hombres, está haciendo ese ensayo en el laboratorio de la
naturaleza; desgraciadamente, tal experimento no le ha dado muy buenos
resultados, la Luna se traga la gente.
Sin
embargo, esto que estamos diciendo no le interesa a nadie, mucho menos a los
ignorantes ilustrados; ellos se sienten la mamá de los pollitos o el papá de
Tarzán.
El
Sol ha depositado dentro de las glándulas sexuales del animal intelectual
equivocadamente llamado hombre, ciertos gérmenes solares que convenientemente
desarrollados podrían transformarnos en hombres auténticos.
Empero
el experimento solar resulta espantosamente difícil debido precisamente al frío
lunar.
Las
gentes no quieren cooperar con el Sol y por tal motivo a la larga los gérmenes
solares involucionan, degeneran y se pierden lamentablemente.
La
clavícula maestra de la obra del Sol está en la disolución de los elementos
indeseables que llevamos dentro.
Cuando
una raza humana pierde todo interés por las ideas solares, el Sol la destruye
porque no le sirve ya para su experimento.
Como
quiera que esta raza actual se ha vuelto insoportablemente lunar, terriblemente
superficial y mecanicista, ya no sirve para el experimento solar, motivo más
que suficiente por el cual será destruida.
Para
que haya inquietud espiritual continua se requiere pasar el centro magnético de
gravedad a la esencia, a la conciencia.
Desafortunadamente
las gentes tienen el centro magnético de gravedad en la personalidad, en el
café, en la cantina, en los negocios del banco, en la casa de citas o en la
plaza de mercado, etc.
Obviamente,
todas éstas son las cosas de la personalidad y el centro magnético de la misma
atrae a todas estas cosas; esto es incontrovertible y cualquier persona que
tenga sentido común puede verificarlo por sí misma y en forma directa.
Desgraciadamente,
al leer todo esto, los bribones del intelecto, acostumbrados a discutir demasiado
o a callar con un orgullo insoportable, prefieren tirar el libro con desdén y
leer el periódico.
Unos
cuantos sorbos de buen café y la crónica del día resultan magnífico alimento
para los mamíferos racionales.
Sin
embargo, ellos se sienten muy serios; indubitablemente sus propias sabihondeces
los tienen alucinados, y estas cosas de tipo solar escritas en este libro
insolente les molestan demasiado. No hay duda de que los ojos bohemios de los
homúnculos de la razón no se atreverían a continuar con el estudio de esta
obra.
Samael Aun Weor
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